Mientras los becerros seguían chocando sus cuernos, el mundo se fue dando cuenta de que sería la mirada femenina la que lo salvaría.
A lo largo de la historia, apenas nos han llegado nombres de mujeres, cuya sabiduría eclipsaba el entorno hostil que intentaba silenciarlas.
Habíamos sido expertas en ciencias gastronómicas, de los cuidados (de los demás), del “saber estar”, del orden, la limpieza y del mejor callar y aguantar.
Los corsés empezaron a oprimir a las primeras rebeldes, contra un sistema ignorante de su propia caspa, incapaz de frenar la revolución del siglo XX, que rodaba ya pese a los pedruscos del camino.
Desataron sus delantales para abrocharse sus batas.
Cerraron sus cestas de costura para encender sus microscopios.
Las cazuelas pasaron a ser pipetas y las macetas, placas de petri.
Se nos enseñó a cuidar,
y tuvimos que aprender a cuidarnos.
Del puré de patatas a la pura ingeniería.
Se nos enseñó a ser perfectas,
y tuvimos que aprender a fallar y a perdonarnos.
No teníamos suficiente con los techos de cristal y nos llegó el síndrome de la impostora.
Nos enseñaron a ser complacientes,
y empezamos a decir que NO.
Los laboratorios no huelen a puchero, pero hierven de ideas, mientras hombres libres de prejuicios, preparan la comida o recogen a sus hijas, proporcionando el soporte y la logística necesarias para que nosotras sigamos trabajando.
Queda mucho por recorrer, pero ya estamos en el camino.
Nos convencieron de que no podríamos hacerlo,
y despertamos.
Si Hypatia mirara a las estrellas sonreiría al ver a Sara García en la estación espacial.
MÓNICA MOLNER